Para llevar a buen término el cotidiano hacer y logrando con ello ser productivo con un sentido positivo hacia el interior de nosotros mismos, como al mundo exterior donde recaen el resultado de nuestro actuar, requerimos indispensablemente de salud, entendiendo ésta en su acepción mas amplia que implica tanto la parte física con toda su compleja bioquímica y alquimia que nos permite generar la energía para expresarnos con un poderoso y sofisticado vehículo, la salud mental que nos posibilita adecuarnos, comprender y disfrutar el mundo al que pertenecemos y el cuerpo energético con el que las emociones y estímulos que nos animan, direccionan el rumbo de nuestros destinos.

Lo que en la sociedad sucede es el reflejo colectivo del estado interior del individuo que la conforma y los cambios que en ella sucedan serán antecedidos por el esfuerzo individual de trasformación y superar las propias limitaciones, a la vez que alcanzamos niveles de maduración y virtudes que hacen del mundo un lugar hermoso y digno de experimentar a plenitud.

Cuando nos referimos a la sociedad, estamos haciendo mención del particular actuar de los individuos que la conformamos, es decir nosotros mismos y el pretender y referirse a ella como a algo ajeno o aislado es una inmediata muestra de inmadurez e insanidad pública e individual que la daña.

Si pretendemos alcanzar la categoría de civilización y evolución, llevar a buen puerto nuestra estadía en esta tierra, tenemos la responsabilidad individual de ser integralmente sanos e interrelacionarnos participando permanentemente en una colectividad en pro de su salud.
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Temacapulin


El último siglo de vida de Temacapulín ha sido como una intensiva lección de la Biblia, pero narrada al revés.

En 1928 los amenazó su pequeño Apocalipsis, la destrucción por el fuego de las tropas jacobinas de Manuel M. Diéguez, pero el famoso ateo les perdonó la vida. Ochenta años después, están a un paso de vivir un gran desastre como el descrito por el Génesis: el diluvio, la inundación de su asentamiento promovida por burócratas católicos de Guadalajara que insisten en construir a 105 metros de altura la presa El Zapotillo, a nombre de la eficiencia económica y el progreso de la metrópoli que crece a expensas de sus vecinos, cien kilómetros al sur de estas barrancas.

Hoy, los moradores advierten una silenciosa ofensiva gubernamental para despojarlos poco a poco de los servicios y forzarlos a claudicar en su defensa del poblado, que la Comisión Estatal del Agua (CEA) pretende comprar, con una primera partida de 30 millones de pesos.

Pero muchos habitantes retan ese destino. Sus fincas se siguen edificando y mejorando en la traza urbana, sus balnearios lucen rebosantes los días de descanso, su Cristo de la Peña mantiene su imán para lejanas devociones fundadas en su fama taumatúrgica, y se preparan festejos para sus viejos templos a 250 años de fundados.

“A mí nadie me va a sacar, yo no vendo mi casa; me voy a quedar a esperar el agua”, señala, firme y sereno, don Lauro Jáuregui Jáuregui, nacido en 1921.
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Tomado de: http://www.milenio.com/node/149837